miércoles, 10 de diciembre de 2014

S/T

El tiempo es un animal imprevisible

Se alimentó de nuestros días
y hoy en el pensamiento parecen aún más lejanos

Como si hubiesen conquistado la otra orilla sin nosotros

Nuestro calor
Ha sido acaso un sueño mutuo

Tú me soñaste
Yo te soñé
Cada uno era perfecto en el sueño del otro
el mundo giraba vertiginoso
sin importancia

Un sueño profundo
que se desvanece
en la diáfana irrealidad de los recuerdos.

viernes, 5 de diciembre de 2014

La barca*


De manera aparentemente inexplicable dije “Heinrich Heine” al despertar de ese mal sueño, del que sólo persistía un dejo de angustia (decir que la recordaba sería excesivo). De Heine sólo sabía algunos rasgos biográficos generales que había aprendido en una clase de la universidad, en que leí unos pocos poemas suyos. Este hecho, y el de haberlos olvidado por completo eran accesorios a la sensación de desasosiego, pero todo vino a mí en un alud de imágenes e impresiones vívidas fracciones de segundo antes de la conciencia de uno mismo que acompaña el despertar. Ésta trajo, además, la noción de que sufría un acceso de asma, y de que era tarde para ir a la oficina. Me percaté de que Lamia no había vuelto de su entrenamiento de remo, pero no me extrañó, pues desde que había renunciado a su trabajo era cada vez más frecuente que se fuera a desayunar con sus compañeros.
            A pesar de la hora decidí manejar a lo largo del malecón. Era una mañana fría. El mar estaba un poco agitado. Su tonalidad plateada reflejaba apenas los rayos de sol que lograban pasar entre las nubes y me infundió una alegría inesperada.
            En el transcurso del día vinieron a mi mente algunos títulos de poemas de Heine (“El emperador de la China”, “Insomnio”, “La barca”…), sin orden ni concierto. Me prometí buscarlos y leerlos en cuanto tuviera oportunidad, pero no me preocupó demasiado. Cuando quise mandarle un mensaje a Lamia, me di cuenta de que, con las prisas, no había tomado el celular. Llamé un par de veces a casa desde el teléfono fijo de la oficina, pero no hubo respuesta.
            En el trabajo no aconteció nada memorable. Antes de salir llamé una última vez al celular de Lamia y luego a casa pero, de nuevo, nadie contestó. Pensé que ella podría estar en el baño o atendiendo otra llamada o que no tenía ganas de contestar el teléfono; a veces le pasaba, sobre todo cuando estaba deprimida. Decidí pasar por comida china, que era nuestra favorita, y por una planta de sombra, de las que le gustaban… Ella detestaba que le llevara flores. Me decía que por favor no le llevara moribundos a la casa. O cadáveres, a veces las llamaba cadáveres.
            Todas las luces estaban apagadas cuando estacioné el automóvil.
            Ya frente a la puerta me percaté de que, por supuesto, no me había llevado las llaves. Tras tocar el timbre y llamar a voz en cuello en repetidas ocasiones, rompí una ventana con una maceta para poder entrar.
            Ya dentro, acomodé la maceta con su planta donde pude y fui enseguida a revisar mi celular. Dieciocho llamadas perdidas, todas de Lamia. Me preocupé indeciblemente. Le llamé varias veces, pero no hubo respuesta. Le dejé un mensaje en el buzón de voz. No sabía qué más hacer y la preocupación se fue pasando. Pensé que si había alguna mala noticia, a esas alturas ya la sabría. Tomé un largo baño, pues había sido un día cansado, me vestí para dormir y cené mi porción de fideos y pollo agridulce viendo el televisor. Tomé un té, me lavé los dientes y me dispuse a dormir. Intenté contactar de nuevo a Lamia. Nada. Ya era un poco tarde para llamar a sus padres y no quería preocuparlos. Al final, les mandé sendos mensajes de texto a un par de sus compañeros del equipo de remo, y luego a Sandra y a Leticia, sus amigas más cercanas, con las que, dicho sea, nunca había podido llevarla en paz, preguntando si sabían algo de Lamia y, sin entender bien por qué, me puse unos jeans, unos tenis y una camiseta. No me decidía a salir: ¿A dónde iría? ¿Qué tal si me iba y Lamia llegaba de repente a la casa? No parecía conveniente iniciar una incómoda, preocupante e infructuosa búsqueda. A pesar de todo, me dispuse a hacerlo, dejándole una nota en el espejo, por cualquier cosa. Mientras la escribía tocaron el timbre. Era su hermano Samuel.
            Llegué al hospital poco antes de la medianoche. En el transcurso del viaje, Samuel me contó lo que sabía. Lamia salió junto con el equipo de remo a practicar por primera vez en trainera (una embarcación para trece remeros; de las pocas que se utilizan comúnmente en el mar). Al parecer, cuando recién habían salido de la zona protegida por la bahía, comenzó a llover de manera tempestuosa; apenas, con gran esfuerzo, lograron regresar y, en cuanto atravesaban la línea invisible que divide a la dársena del mar abierto, una última ola se irguió iracunda (esas fueron las palabras que Samuel utilizó, lo que no deja de ser curioso) y lanzó la embarcación contra una escollera. Casi todos habían resultado con heridas que, aunque profundas, no eran peligrosas, pero Lamia se había golpeado la cabeza y Gustavo, el entrenador, había muerto.
            Al principio no me querían dejar pasar, pero tras alguna insistencia de mi parte, y tras haber informado Samuel que yo estaba casado con la paciente, los entumidos monigotes de la recepción cedieron y pude entrar a la sala de terapia intensiva. Samuel se quedó firmando unos papeles y efectuando las debidas acreditaciones.
            Me impresionó ver a Lamia recostada ahí, indefensa, irreconocible, por lo inflamado de su cara. Una gasa cubría desde la comisura de su boca hasta el pómulo derecho: tenía una herida abierta. Me senté junto a la cama y tomé su mano. Sentí un ligero temblor. Al poco abrió los ojos. Un nudo apretó mi garganta. Ella comenzó a llorar. Intentó incorporarse; la detuve. Me levanté para darle un beso en la frente. Lamia estiró su brazo y lo pasó detrás de mi cabeza. Cuando me acerqué a ella, aún sollozando, me dijo en el oído, quedito, muy quedito: “quiero el divorcio”.
            Con los meses, el vacío que esas palabras me dejaron en la boca del estómago había sido desplazada por un enojo creciente, pero el desconcierto seguía siendo el mismo. Todo este tiempo estuve perplejo, adolorido... A mi rutina diaria sumé el repaso —a veces, en forma mental, a veces por escrito— de todo lo que sucedió durante ese aciago día. Hoy, finalmente, he recordado el sueño.
            En él, un grupo de alemanes con vestimenta del siglo XVIII (yo sabía que todos eran alemanes, aunque no tenían rasgos o características que los distinguieran como tales, ni alcanzaba a escuchar lo que decían) reía de manera profusa mientras subía a una pequeña embarcación. El sol era imponente. Una mujer que tenía la sonrisa de Lamia iba con ellos. Entre bromas, los alemanes se alejaron de la playa; se desataba una tormenta; ellos intentaban regresar;  cuando estaban a punto de lograrlo, la embarcación chocó contra las rocas de una escollera. Todos los sonrientes alemanes eran engullidos por el mar.
            De ser un poco más cándido, creería sin duda que esa mañana viví una experiencia extrasensorial. Y aunque mi sensatez no me permite aventurar esa clase de explicaciones, no puede pasar desapercibido el hecho de que en el momento mismo en que mi esposa y su equipo de remo sufrieran la pérdida de su embarcación en una escollera, yo soñara con una situación similar, representación de la anécdota del poema “La barca”, de Heinrich Heine.
                 

*Publicada originalmente (en una versión anterior) en el número 5 de la revista digital Litoral-e del Instituto Veracruzano de la Cultura, hacia marzo de 2012.